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Puebla: el error de criminalizar el grafiti

En una de las decisiones más
radicales que se ha dado para lidiar con el grafiti, el Estado de Puebla
decidió castigarlo fuertemente mediante la
modificación del artículo 413 bis y la adición del 413 ter
del código penal
estatal, al considerarlo básicamente un delito contra la propiedad privada o
pública y como un “código para delimitar territorios o establecer información
en algunos casos para cometer ilícitos” (sic). En esta modificación se
establece dos supuestos para considerar al grafiti como delito y la gravedad de
sus penas: los graves que se refiere a pintas sobre edificaciones catalogadas
como patrimonio histórico; y los no graves, en cualquier otra edificación
privada o pública. El primer tipo de delito se castigará de 3 a 6 años de
prisión y el segundo de 2 a 5 años. Aunque en este último, el dueño del inmueble
afectado puede otorgar el perdón y se requerirá pagar una fianza y/o horas de
trabajo comunitario dependiendo del edificio que se trate.
Es importante aclarar que este
delito se persigue de oficio, lo que implica que lo coloca al nivel de otros
delitos graves (homicidio, narcotráfico, etc.). Así, al criminalizar a
cualquiera que haga algún tipo de pintas, se les tratara como delincuentes
peligrosos, cuando no lo son; o bien, en un clima de corrupción, serán cazados
para ser extorsionados por la misma policía (como sucede con los consumidores
de drogas). Aunque esta misma ley, también puede ser usado para limitar la
libertad de expresión, especialmente en las protestas que confrontan al
gobierno en centros históricos, y del cual el de Puebla es uno de los más
grandes del país.
Justo en este contexto es la que
el domingo 3 de mayo llevó a la persecución de 3 grafiteros, (que intervenían
una pared con gis) por la policía de San Pedro Cholula, la cual culminó trágicamente
con el asesinato Ricardo Cadena, de 18 años, a manos del subdirector de dicha
corporación (de
acuerdo a sus propias declaraciones
). 
No obstante, la versión de la procuraduría de Puebla establece que el
lamentable hecho no
está relacionado con la realización de algún grafiti
.
Independiente del desenlace de
las investigaciones oficiales, esta historia no es nueva en el mundo. De hecho
una situación similar sucedió en Bogotá, Colombia en 2012, cuando policías
dispararon por la espalda a Diego Felipe Becerra, que huía de ellos al ser
sorprendido grafiteando una pared. Aunque el grafiti no estaba criminalizado. El
caso ha llevado a ser juzgadas 14 personas y se considera una condena de hasta
24 años por el crimen a los implicados
.
Posterior a este traumático
hecho, el gobierno bogotano emprendió mesas de discusión, un
estudio amplio sobre el grafiti en Bogotá
, que derivaron una política de
tolerancia y promoción, aprobando leyes para la práctica artística y
responsable del grafiti en la ciudad; aunque no por ello permitiendo que se
realicen en cualquier parte. La visión básica es que se trata de una práctica
que se encuentra más en el campo de la cultura, lo cual reconoce que es una
práctica propia de la ciudad, que tiene relación directa con el arte, pero
también con la apropiación del espacio público, de la misma ciudad. Una
práctica que surge ante el acceso limitado a los medios de comunicación masiva
(Gómez,
2013
) e incluso de los espacios en la ciudad que suelen ser de paga (la
publicidad comercial y electoral suele estar permitida en muchos muros y
lugares del espacio público a cambio de una erogación).
Esto se ha traducido a que el
Instituto Distrital de Artes (IDARTES) de la capital colombiana comenzó a
otorgar becas para su producción de calidad y lugares específicos para ello.
Desde el punto de vista de IDARTES los grafiteros donaban 5
mil piezas de arte urbano al año, que se estima corresponde a una inversión de
más de 18 millones de pesos
(2,500 millones en pesos colombianos de 2012).
Si bien es cierto, que no todos calificaban como obras artísticas y tiene
costos su remoción, el punto es  mostrar
la magnitud del fenómeno y lo positivo que puede ser para la ciudad.
El éxito de esta política ha sido
tal, que hoy en día hay
tours de grafitis en la capital colombiana, la policía ha contratado grafiteros

y Justin Bieber también aprovechó la oportunidad para realizar una pinta
después de un concierto en 2013. Lo
cual no dejó de ser polémico, pero impulsó la discusión pública
al respeto.
Un caso similar en México, es el
de la Unidad
Graffiti de la Secretaría de Seguridad Pública
del Distrito Federal, que
comenzó como un grupo encargado de criminalizar a los grafiteros, nacido de las
recomendaciones de Cero Tolerancia de Giuliani, y que se
transformó en un grupo que brinda patrocinio, pinturas y lugares para hacer el
grafiti de manera legal
. Un trabajo que realizan no con  amplios recursos, ni que se reproduce como una
política pública que abarque toda la ciudad.
Si bien en Puebla hay espacios
para la realización de grafitis de manera oficial, mediados muchas veces por la
sociedad civil (Ciudad
Mural
), es claro que no es la política que norma, sino la criminalización
(a excepción de las pintas electorales en muros que suelen ser legales, por
supuesto). Es claro que este camino sólo llevará a abusos policiales, como el
lamentable asesinato de un joven, y que el camino es aceptarlo como una
manifestación cultural y artística propia del entorno urbano que tienen
distintos motivos: una forma de democratizar la expresión en la ciudad. En este
sentido, Puebla y su policía, tienen que aprender aún mucho de Bogotá y del
camino emprendido por la policía del DF de evitar la criminalización de las
manifestaciones sociales. Así como de sus errores en el pasado como la llamada
“Ley bala”, que de igual manera, por tratar de regular la protesta social
mediante la fuerza policial, causó
la muerte de un menor de edad
. Aún es tiempo de derogar la ley anti-grafiti. 
Originalmente publicado en La Brújula de Nexos.

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