Después de algunos lustros de trabajo y estudio, puedo decir que he alcanzado un nivel de vida aceptable en la Ciudad de México.
Gozo de ciertos beneficios de la localización en donde vivo. Puedo hacer ejercicio en un gran parque, no tengo que pasar horas en el tráfico todos los días. Disfrutar lo que ofrece la ciudad andándola, descubriéndola. Tengo tiempo para mi familia, pareja y amigos y, antes de que muriera Chocolate, mi perro, paseábamos por camellones rodeados de jacarandas. Tengo tiempo para reflexionar sobre los problemas de la ciudad y ser parte de una ciudadanía políticamente activa. Vaya, tengo los privilegios de formar parte de la clase media gracias a oportunidades y trabajo de años, aunque nada me garantiza que pueda mantenerlos indefinidamente. No nací en cuna de oro, soy originario de una colonia popular, pero mi familia me apoyó lo mejor que pudo para llegar hasta donde hoy estoy, a pesar de todas sus limitaciones.
Y aunque yo puedo ser ejemplo de movilidad social exitosa, la situación general para la gente de la ciudad y el país es muy distinta. Una forma de vida que es un sueño para muchos, no por que carezcan de capacidades, sino porque el sistema político-económico se los impide continuamente; los presiona y aplasta la mayor parte de las veces al actuar desde lo individual.
Reconozco que ha habido cambios positivos en el país y en algunos lugares. No obstante, han perdido impulso o han sido rebasados por muchos otros cambios negativos. Hoy el país goza de más apertura al mundo, de grandes ofertas culturales, de mayor apertura a la diversidad, una sociedad cada día más preocupada por la desigualdad, la naturaleza, el medio ambiente, los animales, por la democracia y por eliminar la corrupción. Sin embargo, esto está eclipsado por evidentes retrocesos democráticos, por falta de justicia, por mayor desigualdad, por una precarización del trabajo y un creciente deterioro ambiental. Por una violencia rampante fruto de una inútil guerra contra el narco, en un ambiente de corrupción e impunidad, de escasa libertad de prensa y de camarillas que han capturado el Estado para su beneficio particular. Un sinfín de problemas que aparecen en cada rincón del país, en cada institución política y de poder, en nuestra vida cotidiana. Todos esos aspectos que nos mantienen como un país subdesarrollado.
Pareciera que nos han robado el futuro. No logramos ver señales de cambio que nos den esperanza. Y no sólo se trata de transformaciones que puedan cambiar los grandes problemas de la nación, sino también para enfrentarnos a desafíos más grandes en un mundo cada día más convulso, fruto de enfrentamientos entre potencias mundiales y del reordenamiento de la economía y el poder mundial. El ascenso de Trump y la economía China lo han demostrado así. O bien, enfrentarnos ante el ya inevitable cambio climático que impactará fuertemente al país y que se ensañará con los más pobres; e incluso ante cambios tecnológicos como la creciente robotización, la inteligencia artificial o la biotecnología aplicada al mismo ser humano que amenazan con aumentar la desigualdad como nunca se ha visto antes al ser dominada por una oligarquía cada vez más separada del resto. Por ese lado soy pesimista. Mientras el establishment político actual continúe en el poder en México, las perspectivas son desoladoras para la mayoría, mientas para ellos el porvenir es brillante. Una antiutopía se cierne en el futuro.
Este porvenir pareciera un tsunami imparable, pero miro a mi alrededor y veo gente que diariamente lucha por cambiar el país y esa realidad catastrófica. Jóvenes, mujeres, estudiantes, académicos, activistas y ciudadanos de a pie que defienden sus barrios, reclaman el derecho a su ciudad, o que buscan lo que la violencia les ha arrebatado. Pueblos originarios allá en el sur y alguno que otro burócrata y político que aún conserva cierta decencia y trabaja por el bien común.
Todos ellos con sus objetivos, sus técnicas, sus alcances. Y aunque la mayoría de las acciones de resistencia son de corto plazo, es por esas personas y esos momentos en que soy optimista. Creo que ante el deterioro, muchos se percatarán de lo fútil que es la lucha descoordinada de cobijarse bajo la sombra del poder, de no asumir posiciones adversariales. Notarán que es urgente contar con un objetivo mayor, uno utópico que aglutine y junte a otras fuerzas sociales para alterar el rumbo al estancamiento que se avecina; uno que es como el del agua que se estanca y se pudre lentamente matando la vida y en el que florece la fauna nociva. El horizonte hoy le pertenece al statu quo si y solo si no se lo arrebatamos desde hoy. Yo al menos no estoy dispuesto a ver cómo construyen un porvenir a costa de nosotros, uno en el que no estamos incluidos.
Publicado originalmente en Nexos.