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La corrección política de la movilidad sustentable

Se puede decir que, en apariencia, existe un tipo de consenso sobre un paradigma de políticas de movilidad que debe impulsarse en las ciudades del mundo para que éstas sean “sustentables”: invertir en transporte público, fomentar el uso de la bicicleta, avanzar en la electrificación del transporte motorizado, desincentivar económicamente el uso del automóvil y peatonalizar calles, entre otras. Además, a estas políticas se les suelen asociar otras medidas para generar una llamada movilidad inteligente: automatización de vehículos, facilitar los servicios de movilidad vía aplicaciones de teléfonos inteligentes y otras. Este conjunto a veces es llamado vagamente como el “nuevo paradigma de la movilidad sustentable”.[1]

Estas medidas han sido promovidas activamente por organizaciones internacionales a través de las llamadas mejores prácticas internacionales, que buscan trasladarlas de un país a otro para su aplicación. O bien, también se han fomentado mediante el discurso de competencia entre ciudades mediante índices o rankings de quién ha avanzado más en una medida o en varias de ellas.

La aplicación ciega de este consenso, por desgracia, impulsa la homogeneización de los espacios urbanos a nivel mundial, sin tomar en cuenta ningún tipo de diferenciación espacial, económica o político-social, así como sus posibles interacciones con otras problemáticas urbanas simultáneas.[2] Es una colonización de la política pública urbana. Una que ofusca la realidad del funcionamiento de las ciudades como sistemas sociales complejos que interactúan entre sí, en un intento de concebirlas como empresas que compiten entre ellas (en tablas de Excel).

Lo anterior no implica que no haya medidas que sean deseables en la mayor parte de los casos (como mayor transporte público, por ejemplo), o que no se deban realizar comparaciones entre ciudades, o aprender lecciones de otras latitudes. Sin embargo, el fin último debe ser mejorar la vida de las personas en cada ciudad, no competir por algún indicador (como el número de kilómetros de ciclovías) que poco dice de la situación social en cada una de las urbes.[3]

De igual forma, dicho consenso también se ha convertido en un discurso políticamente correcto entre ciertos sectores ambientalistas: si existe alguna política pública fuera de este marco, es catalogada de “insostentible”, “mala” u otros calificativos, sin reflexión alguna del contexto social local. Por ejemplo, ante la construcción de un puente vial que favorezca barrios marginados y la circulación de transporte público o de transporte de mercancías, sería satanizada al alegar que incentiva el uso del automóvil. En cambio, si fuera una política dentro de este consenso, sería aplaudida sin importar sus efectos sociales.

Si bien dicho paradigma es una respuesta a los problemas socioambientales de una movilidad basada en los vehículos de combustión interna y a la predominancia del automóvil particular, está lejos de ser una respuesta a las desigualdades para garantizar, por sí mismo, el derecho a la ciudad. El que una persona posea un auto, por ejemplo, no lo hace parte de los más ricos del mundo, ni mucho menos del aproximadamente 10% que controla el 84% de la riqueza mundial[4] y que generan casi la mitad de las emisiones de gases de efecto invernadero del mundo según estimaciones.[5]

De ahí que las políticas enfocadas a reducir el uso del auto basadas en incrementar los costos directos a sus usuarios, se pueden convertir en una fuente de desigualdad económica rápidamente y de descontento social si no existen alternativas económicas de transporte al momento de aplicarlas. Muchas personas claramente dependen del automóvil para su vida diaria, sobre todo si viven en periferias sin un transporte público que les permita acceder a sus trabajos. Mientras, los más ricos podrían pagar cualquier costo sin realizar un gran cambio en sus hábitos de movilidad en automóvil, como podría ser adquirir autos eléctricos de lujo; con ello dejarían de ser cuestionados por su consumo gracias a su “conciencia ecológica”; un greenwashing personal. Al final, todo resulta en una deslegitimación de las políticas de movilidad sustentable cuando se percibe que penalizan más a los pobres que a los ricos, como lo han demostrado las recientes protestas de los chalecos amarillos en Francia y el movimiento indígena en Ecuador.

Por ello, no debe de considerarse que la movilidad sustentable, por sí misma, reduzca la desigualdad. Los cómos importan, así como tampoco hay medidas con causalidades lineales universalmente establecidas, ya que su aplicación a raja tabla puede generar efectos indeseables y contradicciones importantes con el ideario de justicia social que buscan.

Fomentar la peatonalización e infraestructura ciclista en un barrio -algo inicialmente deseable-, podría aumentar su valor inmobiliario y, por tanto, facilitaría la expulsión de sus habitantes originales y con ello incrementar la desigualdad. A esto se le ha llamado “gentrificación verde”[6], como en el caso de Brookling, Nueva York[7]. Es justo aquí donde están los límites de esta agenda que, sin estar línea con un cambio profundo en la construcción social de la ciudad, sólo generará que éstas sean un poco más amigables con el medio ambiente, pero igual de injustas.

Peor aún: al tratar de resolver los problemas medioambientales sin cambiar las relaciones socioeconómicas, este discurso se vuelve una expresión del neoliberalismo, pues aleja la presión de la cuestión de cómo redistribuir los recursos sociales para soluciones colectivas y que impidan una crisis ambiental y lo traslada a la responsabilidad individual, con campañas dirigidas a que las “personas se bajen del auto” y consuman otro tipo de movilidad. De tal forma que el proceso de acumulación que produce desigualdad y problemas ambientales no se detiene, mientras se comercializa un sinnúmero de mercancías etiquetadas como sustentables para las buenas conciencias (autos eléctricos, bicicletas de lujo, etc). A la par sucede un impulso de la privatización de los servicios públicos de transporte, mediado bajo el ethos neoliberal de que los privados pueden hacerlo mejor, sin importar que eso los encarezca e impida que tengan una mayor cobertura en área pobres al dejar de ser negocio.

Debe quedar claro: sí es necesario romper con patrones de movilidad basados en los automotores de combustión interna en pos de un medio ambiente sano para la humanidad, pero también es necesario enfrentar las causas estructurales de la desigualdad para generar un real derecho a la ciudad. Una emancipación que vaya más allá de los privilegiados y que alcance a toda la población.

Finalmente, es necesario recordar que varias de las ciudades con esta llamada movilidad sustentable que se suelen citar como referentes, tienen un trasfondo de sistemas fiscales altamente progresivos, fuertemente redistributivos, con amplios derechos laborales y con una planeación urbana consistente a través de décadas que han creado distintas soluciones de acuerdo a su contexto. Éste es el caso de los países nórdicos, donde los sistemas de transporte público se encuentran altamente subsidiados gracias a una enorme recaudación de ingresos a las empresas y a las personas de más altos ingresos. Ahí, los conductores del transporte público, de taxis y camiones de mercancías gozan de buenos salarios, prestaciones y una buena protección legal laboral. Incluso algunas ciudades europeas, como es el caso de Tallin en Estonia o la región de Aubagne, en Francia, tienen sistemas de transporte público gratuito como parte de su estado de bienestar. Y esto es algo que muchos de los impulsores del nuevo paradigma de la movilidad sustentable no suelen mencionar: el papel del Estado en la redistribución de la riqueza para financiar los servicios públicos, del que son resultado y no causa.


[1] Existen diferentes definiciones de movilidad urbana sustentable y del nuevo paradigma de movilidad o transporte sustentable. Si bien puede haber diferencias importantes entre ellas, en general las medidas que impulsan tienden a ser las mismas, de ahí que sostenga la existencia de un consenso.

[2] De hecho, el proceso de urbanización capitalista en sí mismo apunta a la homogeneización del espacio urbano, como lo describía Lefebvre (La producción del espacio, 1974), pero aquí se trata de una subagenda con carácter global, ligada a los flujos en el espacio urbano.

[3] Es importante mencionar que he laborado dentro de organizaciones internacionales y que mi argumento se trata de una tendencia general sobre el impulso de las llamadas mejores prácticas y de ciertos discursos, como el de la competitividad urbana. Existen organizaciones, consultores y elementos que comprenden justo las particularidades contextuales de cada ciudad y no abrazan del todo las ideas generales; por lo que buscan soluciones fuera del libro de texto. Sin embargo, esto está lejos de ser la norma en todo el sector.

[4] Credit Suisse, Global Wealth Databook, 2018.

[5] Oxfam, La desigualdad extrema de las emisiones de carbono, 2015.

[6] Gould, K. & Lewis, T., Green Gentrification: Urban sustainability and the struggle for environmental justice, 2017.

[7] Deaton, Jeremy, The Curse of ‘Green Gentrification’, Nexus Media, 2018.

Publicado originalmente en La Brújula de Revista Nexos.

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