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Aceptemos la pandemia, avancemos el derecho a la ciudad

A estas alturas de la crisis mundial por el COVID-19 es una ilusión esperar que tendrá un efecto de corto plazo, que existirá una recuperación rápida y se volverá a un estado “normal” de las actividades sociales. De hecho, podemos esperar que la crisis será al menos de mediano plazo, pues, aunque el día de hoy se lograra desarrollar una vacuna, su producción, distribución y aplicación llevaría meses si no es que años de aplicar a toda la población mundial. La fe en una solución tecnológica en el corto plazo es sólo eso, fe y no algo basado en las posibilidades materiales reales.

Esto lleva a contemplar a que la crisis no desaparecerá pronto y es necesario adaptar la vida humana, para reducir la tragedia de vidas humanas perdidas, así como el enorme impacto económico y social que estará llevando a 100 millones de personas a la pobreza extrema, a un crecimiento de 420 a 580 millones viviendo en pobreza, con el efecto de generar un incremento de la desigualdad mundial en el largo plazo (incluso con la crisis sanitaria, los multimillonarios de EUA han visto incrementar sus fortunas). Esto en especial para las zonas urbanas que más han sido impactadas por la pandemia y ha obligado a detener muchas de las ventajas que surgen de la aglomeración de millones de personas viviendo en cercanía. Hemos llegado a presenciar lo que parecía improbable: millones en cuarentena y sin poder salir a la calle en muchas ciudades del mundo.

Hoy que ya se tiene mayor claridad sobre cómo se transmite la enfermedad (por gotas de saliva y de la respiración, que pueden diseminarse por vía área y especialmente en espacios cerrados poco ventilados), es posible tomar dichas lecciones y adaptar los espacios de las ciudades a una nueva vida tanto los espacios interiores de las edificaciones, como la vida exterior en los diferentes espacios públicos. Algunas mesas de restaurantes en el exterior y unos pocos realizando teletrabajo no cambiarán la situación por la que atravesamos.

Muchos de los espacios interiores de las edificaciones han sido diseñados para aprovecharlos al máximo, con la mayor cantidad de usuarios al interior, sin consideraciones de distancia entre las personas o de cierto tipo de ventilación. Incluso, las oficinas modernas han adoptado el modelo de “oficinas abiertas”, sin muros, con grandes espacios comunes, en donde muchos trabajadores se sientan codo a codo, hablan, pasan largas horas juntos; lo que las convierte en espacios aptos para contagios de COVID-19 (un estudio que analiza brote de contagio en un call center de Corea del Sur evidencia ampliamente cómo estos espacios son de alto riesgo para el contagio del virus).

O bien, la necesidad económica ha obligado a aprovechar al máximo el espacio para la vivienda, sea por desarrollos informales de vivienda o ser el único tipo de vivienda al que se puede acceder (para algunos grupos como los migrantes). Los terrenos subdivididos al máximo o las viviendas ocupadas al tope para albergar a una familia y sus diferentes generaciones (familias extendidas), en América Latina, la renta de camas en Hong Kong para los más pobres o los departamentos llenos de comunidades marginadas o migrantes en países desarrollados, son sólo una muestra de ello. Es en estos barrios pobres del mundo donde la pandemia ha cobrado la vida de miles de trabajadores y sus familias, como ejemplifica el caso del Bronx, el barrio más pobre de Nueva York.

Mientras en el caso de los exteriores hay gran cantidad de espacios urbanos en donde es difícil mantener una distancia que evite contagios, como algunas banquetas, en el transporte público o en la entrada de diferentes edificaciones. Incluso en grandes ciudades se ha mostrado la falta de espacios abiertos suficientes (como parques o plaza) para tan solo salir caminar, respirar o hacer ejercicio, sin necesidad de trasladarse a otro punto de la ciudad. Aquí las desigualdades de dotación de espacio público de calidad han demostrado la enorme desigualdad entre suburbios, barrios de clase alta y los tradicionales de la clase trabajadora. No se diga la enorme diferencia de dotación de servicios entre ciudades y países desarrollados y no desarrollados.

Estos espacios hacen que la vida en las ciudades sea muchas veces alienante y oprimente para millones de trabajadores y sus familias, que la ciudad sea un peso y no una ventaja, que no tengan derecho a la ciudad. Sólo teniendo los suficientes recursos económicos puede asegurarse vivir en zonas con todos los servicios, con espacios de vivienda adecuados y bajos tiempos de traslado. Si la pandemia algo ha evidenciado una y otra vez es el enorme tamaño de la desigualdad que genera el sistema capitalista mundial, en el que los más ricos pueden aislarse completamente del mundo y algunos trabajadores tienen la oportunidad de quedarse en casa laborando (no sin efectos negativos en términos de género o psicológicos) y el resto debe de quedar desempleado o salir día a día a trabajar y vivir bajo su propio riesgo.

Así, reconstruir la sociedad pasa obligadamente por una nueva producción del espacio urbano que permita enfrentar las múltiples crisis por las que se atraviesa la humanidad: la sanitaria, la económica, de desigualdad y ambiental.

Las capacidades materiales y tecnologías de la humanidad actuales permiten sin duda contemplar la dotación de vivienda digna para millones de personas en todo el mundo, revirtiendo los patrones de gentrificación y de expulsión, como fenómenos intrínsecos del capitalismo neoliberal. Del mismo modo, es posible la reconversión y remodelación de los espacios de trabajo, educativos y de salud para garantizar espacios mínimos, reducción de aglomeración y ventilación a fin de reducir riesgos de contagio, de tal manera que la vida social urbana se recupere y genere una enorme cantidad de empleos en dicha empresa. Tampoco es una locura contemplar la relocalización en el mediano plazo de trabajos y servicios, de dotación de parques y plazas, que permitiría transformar los patrones de viaje, de tal forma que se elimine la dependencia del uso del auto, se reduzca lo patrones pendulares del transporte público y se fomente el caminar y usar la bicicleta ¿Para qué hubiera de querer la humanidad volver a los largos trayectos de viaje, a los hacinamientos, al tráfico, a la anomia, a zonas sin servicios, al fomento de mala calidad del aire y a una crisis ambiental por el consumo de combustibles fósiles?

En este sentido, un nuevo arreglo espacial urbano sería el motor de reactivación económica, ya que requiere movilizar una enorme cantidad de recursos humanos y monetarios. Al mismo tiempo que, planificado adecuadamente, permitirá enfrentar las desigualdades de infraestructura, de espacios y actividades que hoy se padecen. En otras palabras, se requiere la producción de un nuevo espacio urbano que permita aprovechar las capacidades productivas existentes y conduciéndola hacia la reducción de la desigualdad, la provisión universal de servicios y mejorar el medio ambiente.

Claro está, esto requiere redistribuir la riqueza para que sea posible, como impuesto progresivos a las fortunas y herencias, hasta llegar a una tasa del 90% a las grandes fortunas, como propone Pikkety. Sí, se trata de emprender impuestos altamente progresivos a la riqueza y al capital que reduzcan la mega concentración de la riqueza en unos cuantos y que permitan enfrentar la crisis sanitaria a la vez que reducir la desigualdad a través de una amplia inversión pública. Algo que incluso varios multimillonarios han sugerido: un aumento de los impuestos para enfrentar la pandemia, por paradójico que parezca. Si esto se acompaña con mayores prestaciones sociales, médicas y de educación, horarios más compactos de trabajo, se logrará un cambio duradero para la humanidad. Así la historia de la tragedia que vivimos este 2020 será un avance para la humanidad y no el paso a mayor desigualdad y a la consolidación del resto de las crisis sociales y ambientales.

Si hay quienes desean evitar tomar este rumbo de cambio o incluso plantea regresar a la normalidad del pasado a costa de miles de muertes y más pobres en el mundo, es buena parte de las élites capitalistas que se han beneficiado de un sistema que les permite acumular niveles de riquezas sin precedentes a costa de la vida de millones de trabajadores y sus familias. No es acaso un buen ejemplo el multimillonario Salinas Pliego al sugerir que hay que esperar a “…que un buen día se desapendejen y decidan salir a vivir la vida con todos sus riegos…” refiriéndose a dejar atrás la cuarentena y que continúe la vida de forma “normal”, mientras él goza de todos los beneficios de su fortuna para enfrentarse a la pandemia.

Por ello es fundamental que aceptemos que no habrá regreso a la “anterior” normalidad, como claramente plantea Žižek, ni habría que desear el regreso a la normalidad que las élites capitalistas desean. Necesitamos plantear colectivamente desde lo local que podemos construir una “nueva normalidad”, con espacios que permitan avanzar en una promesa aún no lograda para la humanidad: el derecho a la ciudad.

Originalmente publicado en Revista Común.

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